Un miembro de Hezbolá en posición de ataque, justo antes de empezar el juego. Cualquiera pensaría que no es su primer combate.
Asumimos que harían trampa; después de todo eran Hezbolá. Pero ninguno de nosotros, un equipo de cuatro periodistas occidentales, nos imaginamos que tendríamos que lidiar con granadas de aturdimiento de calibre militar cuando empezamos nuestro duelo “amistoso” de gotcha.
La batalla tiene lugar en un sótano sucio, una especie de búnker subterráneo, debajo de un centro comercial en Beirut. Cuando las granadas explotan me siento atrapado en una tormenta feroz: destellos de luz blanca e intensa, y explosiones que retumban en mis oídos.
Cuando puedo volver a ver y mis ojos se ajustan a la escasa luz del lugar, me asomo desde atrás de un bloque de concreto. Hay dos hombres grandes vestidos de verde acechándome. Los tengo en la mira, pero parece no preocuparles, aun cuando les disparo de cerca y doy en el blanco múltiples veces. Estoy esperando que se detengan, quizá incluso, que reconozcan que este débil periodista americano superó sus trucos destellantes y les ganó. Quizá hasta sonrían y me den una palmadita en la espalda mientras salen del campo como buenos perdedores (después de hacer trampa, por supuesto).
En lugar de eso, me disparan tres veces a quema ropa, directo en la ingle.
De lejos (en los cinco metros considerados como “zona de seguridad”) las balas de pintura se sienten como picaduras de abeja. Levanto mis manos adolorido y confundido, haciendo señas al árbitro de que voy a salir del juego. Pero el más grande, un joven agricultor alto y musculoso del sur de Líbano, que por hoy se hace llamar Khodor, no ha terminado conmigo: me atrapa con sus enormes manos e intenta levantarme sobre su hombro con una agilidad que sólo puede venir de la experiencia. Reacciono rápidamente, me libero y huyo de ahí, pero mi compañero Ben no corre con la misma suerte. Khodor y su compañero me rebasan en una formación militar perfecta, adentrándose aún más en nuestras defensas. Pronto capturan a Ben y lo empujan delante de ellos usándolo como escudo humano.
En ese momento, me pongo a pensar que esto realmente está sucediendo: cuatro reporteros occidentales, y un exranger [soldado de las fuerzas especiales] estadounidenses que ahora trabaja como experto en contrainsurgencia, estábamos jugando gotcha contra miembros del grupo militante chiita descrito por los expertos en seguridad nacional de Estados Unidos como “el grupo estrella del terrorismo”. Nos tomó un año coordinar este juego, y siempre pensé que todo fallaría en el último minuto. Los miembros de Hezbolá tienen prohibido socializar con occidentales, así que para organizar el duelo tuve que recurrir a un hombre llamado Alí, uno de mis contactos de menor nivel dentro del grupo.
Justo antes de que empezaran las hostilidades, el Equipo Sahafi se reúne para una foto. Desde la izquierda: Andrew Exum, Mitch Prothero, Nicolas Blanford, Ben Gilbert. Bryan Denton, quien también jugó, no aparece porque estaba tomando la foto.
El Equipo Hezbolá, tiene un aspecto un poco más intimidante que el equipo de periodistas.
Alí prometió traer guerrilleros entrenados para una tarde de gotcha, pero cuando el equipo de cuatro miembros de Hezbolá entró por la puerta, tuve mis dudas. En Dahiyah, los suburbios controlados por Hezbolá al sur de Beirut, cualquier adolescente valentón se considera miembro esencial de “la Resistencia”. Uno de los militantes, un joven alto y flaco de veintitantos con una barba descuidada y con los pelos parados con gel, parece un farsante. En especial después de que se presenta como Coco.
—Alí, ¿qué carajos? —le pregunto sin que me escuchen sus compañeros. —¿Este tipo se llama Coco?
—No, claro que no —me responde. —Ninguno les dirá su verdadero nombre.
—¿Está en la Resistencia? Si no lo está, no importa. Sólo quiero saberlo para mi artículo.
—Todos están en la Resistencia, hermano —me responde Alí con el tono agudo que usa cada que cuestiono la veracidad de su información. —Ya lo verás.
Después se acerca como para compartir un secreto importante: “Desde la guerra de 2006 [con Israel], Hezbolá ha cambiado su código de vestir. Los nuevos reclutas se pueden peinar como quieran”.
Ahora, después de la granada de aturdimiento durante el segundo partido de la noche (el primero empezó y terminó con una lluvia de balas de pintura; todos quedamos instantáneamente eliminados o sin municiones), no tengo duda de que estos guerreros son de verdad. Como me dijera un oficial antiterrorismo israelí mientras comíamos bagels con café, las cosas serían mucho más fáciles si los de Hezbolá estuvieran igual de locos que los de Al-Qaeda; su trabajo sería mucho menos estresante. “Pero no lo están”, suspiró. “Son profesionales desalmados”. Esta noche, lo están demostrando: los movimientos rápidos y precisos, la forma de cubrirse entre ellos disparando, los saltos desde más de dos metros de altura que culminan en piruetas perfectas (como la que hizo Coco durante el cuarto juego).
Conmigo fuera del juego, otro miembro del equipo eliminado y un tercero como rehén, sólo queda un miembro en el equipo Sahafi (“periodista” en árabe): Andrew Exum, un antiguo capitán del ejército norteamericano que se retiró tras servir tres veces en Irak y Afganistán, y que desde entonces se ha convertido en un experto en contrainsurgencia muy reconocido. Cuando no está jugando con pistolas de pintura en el sótano de un centro comercial en Beirut, Exum viaja a Kabul para asesorar al ejército de Estados Unidos, o escribe documentos con frases como “contrainsurgencia población-céntrica” en el título. También dirige abumuqawama.com, uno de los blogs preferidos de los nerds obsesionados con la Guerra contra el Terrorismo. La idea principal detrás de la estrategia de Exum es separar a los insurgentes de la población general. Pero esta noche, mientras dos soldados de Hezbolá arrastran a su compañero hacia él, Exum, no hace distinción entre buenos y malos, y le dispara a los tres varias veces. Esto parece divertir a nuestros oponentes, quienes parecen deleitarse con la falta de sentimentalismo del soldado americano. Al final se rinden, ninguno puede negar que ya está “muerto”, y salen del juego.
Todos nos reunimos de nuevo en la cafetería del lugar, donde hay botanas y unos murales extraños que sugieren que el gotcha es la mejor forma de lidiar con la ira que todos llevamos dentro. Si ambos lados estuvimos tensos cuando nos presentamos (los militantes se veían nerviosos por temor a que los identificáramos, y nosotros estábamos ansiosos porque se fueran a echar para atrás) el hecho de que hayan intentado usar a un rehén como escudo humando durante un juego de gotcha, hizo que todos nos relajáramos un poco. Los tipos de Hezbolá se ríen cuando Exum bromea que “mató” a Ben para evitar que apareciera en algún video en Al Jazeera. Y responden, mientras me señalan, que después del siguiente juego “los alemanes tendrán que negociar por éste”. Es un chiste local un tanto enfermo: los diplomáticos alemanes suelen estar a cargo de las negociaciones que involucran prisioneros e intercambios entre Israel y Hezbolá.
Soha, mi novia libanesa, quien aceptó ser nuestra traductora, decidió que el uso de equipo militar de verdad, la toma de rehenes y, sobre todo, la negativa del equipo de Hezbolá de salirse del campo cuando les dispararan, llamaban a un replanteamiento de las reglas. Intercambió algunas palabras con el encargado de la tienda, quien cinco segundos después de empezar el primer partido se dio cuenta de que estaba presenciando una noche muy peculiar y que, durante los primeros dos juegos, se sentía demasiado intimidado para recordarle a los cuatro guerrilleros que respetaran las reglas. Así que Soha tuvo que meter las manos y llamarles la atención a él y a los chicos de Hezbolá para que dejaran de hacer trampa. Rápidamente, Soha hace un trato: todos aceptamos que, durante el resto del juego, sólo los disparos a la cabeza contarán como muertes. También, el uso de “equipo externo” quedaba oficialmente prohibido. Durante los primeros dos juegos, quedó claro que el Equipo Hezbolá no le temía a las balas no letales de pintura; todos habían sido golpeados múltiples veces y sin embargo se habían quedado en el juego. Pero coincidieron con nosotros en que cuando alguien recibe un disparo en la cabeza, está muerto. Además, es más divertido si es mas difícil matar al oponente. Decidimos dividirnos los dos primeros juegos: una victoria para ellos, la otra para nosotros.
Esto llama la atención de Coco. —¿En serio? —pregunta. —Pero Hezbolá siempre gana.
Dos guerrilleros de Hezbolá esperan a que empiece el siguiente juego.
Cuando estaba tratando de organizar este encuentro, pensé que este proyecto podría ser considerado una violación de las sanciones impuestas por EU (sólo para aclarar, no hubo ningún intercambio de dinero). Sin importar cómo justificara mis acciones, había algo sobre el hecho de disfrutar un poco esta guerra ficticia con los miembros de una organización descrita por algunos como la “la punta de lanza” de Irán (un grupo responsable, durante décadas, de ataques contra Israel, innumerables secuestros y el bombardeo de una base militar estadounidense en Beirut que mató a 241 soldados) que me parecía simplemente incorrecto.
Uno de los objetivos principales de Hezbolá es la aniquilación de Israel. A pesar de que esa posición se ha suavizado un poco desde la época radical de los ochenta, en gran medida porque Israel sacó a gran parte de sus tropas de tierras libanesas en 2000, la frontera sigue igual de tensa que siempre. Y de vez en cuando, la situación puede explotar y convertirse en una guerra de verdad (como sucedió en 2006). Pero a pesar de todos los ataques contra israelíes, cabe mencionar que sus ocupaciones brutales en el sur de Líbano ayudaron a crear al monstruo que es hoy Hezbolá. En sólo unos años de ocupación, varios chiitas libaneses pasaron de apoyar el desalojo israelí de los militantes palestinos en Líbano, a unirse a Hezbolá.
Cuando vives en Beirut, como yo, estás constantemente rodeado por gente de Hezbolá, aunque una versión mayoritariamente anónima. Controlan vecindarios enteros, y se han convertido en el movimiento político con más rápido crecimiento en Líbano. Desde la última vez que se responsabilizaron por un ataque suicida (contra objetivos militares israelíes en el sur de Líbano en 1995), la rama militar ultrasecreta de Hezbolá, la Resistencia Islámica de Líbano, se ha convertido en una institución pública en expansión que proporciona servicios sociales y asistencia a las comunidades pobres. Sin embargo, como Hezbolá admite, estos proyectos existen únicamente para apoyar sus operaciones militares.
Mi motivación para organizar este juego fue una simple necesidad periodística por entender mejor al grupo. La oficina de prensa de Hezbolá, altamente profesional, es bastante amigable con los periodistas occidentales, los llevan a juntas y les repiten la misma propaganda que escupen sus medios oficiales. Pero, las peticiones de acceso a sus soldados rasos siempre son ignoradas. La idea de un encuentro de ese tipo es un tabú. En parte, se trata de una cuestión institucional.
Después de más de cinco años en Beirut, no había encontrado una forma de interactuar de cerca con militantes de Hezbolá. Así que me pregunté: ¿Qué podría aprender si los saco de su entorno militarizado a un lugar en el que se puedan relajar un poco y quizá confiar en mí lo suficiente como para revelarme el más mínimo detalle? El resto del Equipo Sahafi está compuesto de periodistas extranjeros que piensan igual que yo.
Nuestro equipo incluye a Ben Gilbert, un reportero de radio y medios impresos que se mudó a Líbano en 2006, tras reportear durante un año desde Irak; Nicholas Blanford, quien lleva 17 años cubriendo Líbano y Hezbolá, y quien acaba de publicar Warriors of God, una historia militar detallada sobre el grupo; el fotógrafo del New York Times, un tipo increíblemente alto y con cara de bebé, Bryan Denton, quien lleva cinco años en Beirut, y ya había cubierto varios estallidos de violencia y la guerra de 2006 con Israel, antes de cubrir la revolución en Libia; y Exum, nuestra arma secreta. El único que no era periodista, Exum, fue la clave para hacer que los militantes se presentaran y para nosotros tener alguna posibilidad de ganar. Dejó el ejército antes de cumplir treinta y está terminando su doctorado en estudios de insurgencia. Su opinión sobre esta situación era que le serviría como una investigación de campo indispensable.
Nuestra idea del juego era más simple: poder presumir que lo habíamos hecho. El ala militar de Hezbolá es ampliamente considerada como el “grupo armado no estatal” más funcional, o dependiendo de cómo lo veas, “terroristas”, del mundo. Ya había visto a casi toda su competencia en acción: Al-Qaeda, Hamas, el Talibán y casi todo grupo militar que existe en la región. Aclamados por su coraje en el combate y sus tácticas precisas, los miles de guerreros profesionales de Hezbolá se han enfrentado en repetidas ocasiones a los ejércitos más fuertes del mundo (Israel, Francia, Estados Unidos e incluso, brevemente, Siria) y siempre han salido victoriosos. Si lograba llevarlos a un juego de gotcha, podría ver sus tácticas de batalla en acción. Y si nuestro equipo lograba vencerlos, podríamos ir por la vida llamándonos “el grupo armado no estatal más peligroso del planeta”.
En los días previos al juego, Exum y yo desarrollamos nuestra estrategia. Nosotros (acertadamente) asumimos que nuestros oponentes tendrían excelentes tácticas como una unidad pequeña, así que tomaríamos ventaja de una estrategia fácilmente ejecutada con una pistola de pintura, pero imposible con un arma de verdad que recula cuando la disparas: ráfagas casi continuas de fuego de apoyo. Nick y yo, Ben o Bryan, defenderíamos sin importar lo que pasara, disparando para evitar que el enemigo se acercara directamente. Exum se escondería detrás de una barricada en la esquina del campo, y mataría a cualquiera que intentara acercarse a sus compañeros. El objetivo sería obligarlos a desperdiciar su tiempo y energía intentando romper nuestras defensas, y después, una vez que estuvieran debilitados, yo dirigiría un contraataque.
Durante los primeros tres juegos, la estrategia de Exum funcionó a la perfección, tanto que empezó a molestar de sobremanera al Equipo Hezbolá. Coco odia que nos quedemos esperando en el fondo. “No cambian de estrategia ni se mueven”, le dice a Soha. “Sólo juegan a defender. Es demasiado predecible”. Ella nos transmite el mensaje y nos reímos.
—No estoy aquí para entretenerlos— responde Exum. —Estoy aquí para ganarles.
Coco resulta ser el más platicador del grupo, en especial cuando platica con Soha. —Esta es la mejor guerra en la que he peleado —le dice, después de que su equipo pierde el tercer juego. —Hay bebidas y chicas.
—¿Habían jugado gotcha antes? —le pregunta Soha. —Hemos peleado en las montañas, hemos peleado en el sur y hemos peleado en Beirut, sólo que las balas no eran de pintura —responde Coco.
Un soldado de Hezbolá arroja una granada de aturdimiento, algo que normalmente no está permitido en los juegos de gotcha, ¿pero quién le iba a decir algo?
Eventualmente, los otros guerreros también nos agarraron cariño. Andil (“linterna” en árabe) es extrovertido y gracioso; a pesar de ser un poco gordo, durante los juegos parece un rayo, y es agresivo a madres. Después me dijeron que es miembro de las fuerzas especiales, eso implica que además de todos los años de pruebas, educación religiosa y simulacros militares a los que se someten todos los soldados, recibió un año extra de entrenamiento especializado en Irán.
Khodor, el gigantón que intentó secuestrarme durante el segundo juego, es tímido y profundamente religioso. Viene de un pequeño pueblo en el sur. Al principio la situación lo incomoda un poco, como si disfrutar de nuestra compañía fuera un pecado (además de que en este momento es Ramadán). Cierra los ojos cada que le tomamos una foto, aun cuando nunca se quita la máscara de juego para evitar ser reconocido a través del visor. Después descubrí que sus tareas en Hezbolá incluyen liderar a un equipo para disparar misiles al norte de Israel en caso de guerra.
Después tenemos al Jefe. Cabello obscuro y ojos penetrantes. Trae puesta una chamarra de cuero negra, jeans, tenis y a primera vista parece un tipo cualquiera de Beirut de treinta y tantos años. Visto de cerca, su musculatura se vuelve evidente, así como su confianza, la cual excede por mucho la de Andil y Khodor, algo que confirmamos cuando se presentó diciendo: “Soy el Jefe”.
Durante los primeros juegos, el Jefe observa estoicamente desde un costado, viendo cómo su equipo pierde contra un montón de extranjeros debiluchos. Antes del tercer juego, los llama para hablar con ellos. Mejoraron en un instante, dominaron el siguiente juego derribando a Nick y a Bryan inmediatamente, antes de acorralar a Exum. Aun así, perdieron porque estaban tan emocionados que se olvidaron que yo seguía vivo. Mientras se acercaban a Exum, aparecí de la nada, y los aplastamos en segundos, lo que hizo que Andil se quitara la máscara y me abrazara con emoción. Sus enormes brazos aplastaron mi pecho mientras gritaba: “¡Genial! ¡Genial!” en árabe y me besaba la mejilla.
El gusto nos duró poco. Soha alcanzó a escuchar pequeños murmullos sobre mí. Me dice que Coco y Andil quieren saber por qué está con los extranjeros: “¿Cómo conoces a estos tipos? ¿Por qué son tus amigos?” Como la musulmana secular que es, Soha sabe que nos estamos metiendo en territorio complicado. Aunque los militantes parecen haberme tomado un poco de cariño, el hecho de salir con una chica musulmana local está contrarrestando esa impresión; también soy el que los retó a este combate que están perdiendo. El orgullo está en juego, y para mi sorpresa, parecen más deseosos de dispararme a mí que a Exum, el representante del ejército estadounidense, y hasta ahora su objetivo principal.
Quedé eliminado de inmediato en el siguiente juego cuando Andil, corriendo a toda velocidad, me disparó en la cara a 30 metros de distancia. Pero terminamos ganando ese juego, el cuarto, para lograr una marcador de 3 contra 1. Se vuelve evidente que el Jefe está harto, y anuncia que está listo para unas rondas de cinco contra cinco.
—Viene a salvar a sus muchachos —dice Nick, mientras los árbitros anuncian el siguiente juego. Cada equipo elige a un capitán (el Jefe y yo) y defienden sus respectivas torres en lados opuestos del campo. Sólo el capitán puede entrar a la torre del otro equipo, y cuando lo hace, su equipo gana. Dispárale al capitán contrario en la cabeza y el juego se acaba.
Para nuestro primer juego cinco contra cinco con el Jefe, Exum diseñó una estrategia elaborada que describirla, toma cinco veces más de tiempo del que se tardó el Jefe en recorrer el campo con una lluvia de balas de pintura, entre los gritos de sus compatriotas guerrilleros. Llegó hasta nuestra torre sin un rasguño; el juego terminó antes de que pudiera empezar a correr. Ahora estamos 3-2 y el Equipo Hezbolá estalla como un volcán alardeando con insultos. Hasta Khodor, el más callado del grupo, se une al canto: “¡20 segundos! ¡20 segundos!”
La siguiente ronda es todavía más corta. La sirena suena y el Jefe corre hasta nuestra torre. Fin. Pero esta vez noto que aunque parece bastante rápido, no lo es tanto. Puede que yo sea más rápido que él. Ni siquiera trata de atacarnos, simplemente sostiene su rifle sobre su cabeza como escudo mientras corre en línea recta. Yo puedo hacer eso.
Después de que el Jefe nos patea el trasero dos veces en 30 segundos, las cosas se empatan. Se habla de cambiar las reglas una vez más para garantizar que el juego de desempate sea más emocionante, pero son las 11:00 pm y Khodor tiene que llegar a la mezquita a media noche para las oraciones del Ramadán. Sus compañeros, quienes también celebran el Ramadán, lo presionan para que se quede a la gran final, y aunque se nota que realmente quiere seguir jugando, tiene que rezar. Sólo hay tiempo para otra ronda de dispárale al capitán.
Decidimos copiar la estrategia del Jefe: correr directo a la torre, con mi arma protegiendo mi cabeza, mientras Bryan, corre junto a mí recibiendo todos los balazos. Cuando suena la sirena, ignoro a nuestros oponentes y miro directo a las escaleras de la torre, a 50 metros de distancia. La carrera empieza. Bryan se tropieza con sus enormes piernas y cae como Gulliver asediado por un enjambre de balas del Equipo Hezbolá. Andil me dispara todo el tiempo pero no logra darme en la cabeza. Segundos después llego a la torre, medio paso antes que el Jefe del otro lado del campo. Ganamos: 4-3.
Un soldado de Hezbolá hace una pausa para descansar de tanta acción con balas de pintura.
En algunas culturas árabes hay una costumbre conocida como baroud: cuando los hombres disparan sus armas al aire con emoción durante una boda, un funeral o algún evento cultural. Hace algunos años, Hezbolá prohibió de forma oficial la práctica, pero esta noche, todos con un cartucho completo de 200 balas de pintura, el Jefe y compañía incluidos, nos reunimos en el centro del campo para celebrar la diversión con un tiroteo al aire. Superamos la barrera del lenguaje para revivir los momentos de la noche o para hablar de pendejadas, mientras nos damos la mano y nos abrazamos para reconocer que hemos hecho algo, si no especial, definitivamente único.
Al final de la noche, las cosas se ponen mas tensas. El Jefe camina hasta Ben y le quita el arma, criticando su puntería. En una exhibición ejemplar, el Jefe apunta cuidadosamente a una cuerda que cuelga en el otro lado del campo y dispara una y otra vez, dando siempre en el blanco mientras grita Yahoud (“Judío”) cada que jala el gatillo. A él le parece gracioso, pero nadie más se ríe.
Casi un mes después del juego, estoy en una camioneta recorriendo la frontera fuertemente vigilada entre Líbano e Israel, donde a las patrullas de Hezbolá, Israel y el ejército libanés se les suman otros 12 mil cascos azules de la ONU. El Jefe está al volante. En las semanas después del juego de gotcha, nos empezamos a llevar un poco mejor. Así que mientras manejamos, accede a contestar a mis preguntas sobre los detalles de sus tácticas en el campo de batalla. Está consciente de que le pregunto porque planeo escribir sobre él y sus compañeros. Mi impresión es que aun cuando sabe que esto está estrictamente prohibido, asume que soy suficientemente inofensivo como para llevarme a algunos puestos abandonados o para explicarme, desde su punto de vista, cómo emboscaron a unos oficiales israelíes en 1994. Después de sacar las baterías de nuestros celulares para evitar que nos espíen o nos localicen, nos dirigimos hacia el sur bajo un lluvioso día de invierno.
Mientras atravesamos los retenes del ejército libanés, colocados para mantener a los extranjeros alejados de una de las fronteras más tensas del mundo, me habla de tácticas militares, empezando por criticar las estrategias de ambos equipos durante el juego de gotcha: de nuestra falta de disciplina y de voluntad para cambiar de plan, la antítesis de la estrategia de Hezbolá. Como ejemplo, me señala una curva en la carretera justo adentro de la antigua Zona de Seguridad, la cual Israel ha ocupado por más de 20 años.
—Ahí fue donde un tanque israelí casi me pasa encima —me dice, mientras describe una emboscada que sucedió en los noventa. —Pero no nos podíamos mover ni hacer ruido, porque el tanque no era nuestro objetivo.
Mientras nos acercamos a la frontera, nos encontramos con una patrulla israelí del otro lado de la reja, recorriendo la zona con sus Humvees desde la distancia. El Jefe bajó su ventana.
—¡Hellllooooo! —gritó en inglés, sorprendiendo a los soldados. Seguido de un: —¡Váyanse a la mierda! —mientras pisaba el acelerador. Una vez que nos alejamos lo suficiente como para ya no temer que nos dispararan, le pregunté lo que realmente pensaba, en lo personal, de sus enemigos israelíes.
—Están bien entrenados y son rudos. Pelean con coraje y defienden su tierra y a su gente. Los respeto como enemigos. Trabajan con sus manos, pelean por ellos solos y cuidan a su pueblo, son mucho mejores que los saudíes. Ellos son los peores seres humanos. Dicen ser los musulmanes más religiosos, y Dios les entregó el más grande regalo que pueda tener una nación. ¿Protegen a los musulmanes con su dinero? ¿Dan de comer a los pobres? ¿Desarrollan una cultura? No, se lo gastan todo en autos y putas. Los odio.
Esto viniendo de alguien que, durante nuestro juego de gotcha, respondió a la pregunta de Soha sobre sus tácticas militares balbuceando: —A veces, cuando tienes una pistola en tus manos, aprendes cosas. Claramente, estamos progresando; hoy parece mucho menos intimidante. Mientras seguimos con nuestro paseo por la frontera, me explica cómo se debe ejecutar una emboscada (quédate escondido y deja pasar cinco oportunidades para atacar) y sobre la primera regla de los guerrilleros de Hezbolá: —Nos enseñan a no morir —me dice. —Nos enseñan que nuestras vidas y nuestro entrenamiento son demasiado valiosos para desperdiciarlos.
Me enseña los lugares desde donde se lanzan los misiles, lugares tan bien escondidos que no los puedo ver hasta que estamos parados sobre ellos y me explica cómo, cuando hay batallas, los encargados de los misiles se mueven en bicicletas para evitar ser detectados. Es exactamente la clase de información táctica detallada, de una fuente militar legítima, que esperaba obtener con el juego de gotcha.
Aun así, durante nuestro viaje, busco entender mejor los sentimientos del Jefe sobre sus adversarios. Su chiste de gritar “Yahoud” mientras le disparaba a la cuerda fue extremadamente ofensivo, pero en un contexto libanés, no fue tan extraño. La gente en esta parte del mundo parece no entender el concepto de lo que es ser políticamente correcto.
El Ministerio de Defensa israelí tuvo que lidiar recientemente con la noticia de que un equipo de francotiradores que había participado en el ataque contra la Franja de Gaza en 2008, había mandado a hacer playeras con imágenes de mujeres musulmanas embarazadas con una mira a su alrededor. Traían el texto “UN TIRO, DOS MUERTES”.
Máscaras protectoras sobre el mostrador antes de ser bañadas en pintura.
Sin embargo, el mal comportamiento de uno no justifica el del otro, y tengo curiosidad por saber si hay una línea divisora entre la resistencia y el racismo en las mentes de soldados como el Jefe. Así que lo presiono sobre el objetivo real de Hezbolá. ¿Liberar y proteger la tierra de Líbano, o seguir luchando hasta que todos los israelíes se hayan ido? Le pido que considere un escenario en el que los palestinos llegan a un acuerdo donde existan dos Estados, y los israelíes se retiran de los terrenos que algunas facciones consideran parte de Líbano. ¿Seguirían peleando a pesar de todos esos (sumamente improbables) avances?
—Si todas esas cosas suceden, entonces la Resistencia deja de ser una obligación nacional y se convierte en una cuestión religiosa— me responde. —Como musulmanes, sentimos una obligación religiosa por liberar Jerusalén. Pero esto lo podemos resolver de muchas maneras, mientras que la ocupación sólo la podemos resolver con la Resistencia.
Después me dice que los israelíes deben aprender que no pueden ganar una guerra en Líbano porque están peleando contra un pueblo que tiene un país que defender. Y esto es una idea crucial. A pesar su orgullo por las habilidades de Hezbolá, me señala en la dirección de Israel y elocuentemente me resume un tema que poco militantes en Medio Oriente se atreven a abordar.
—Si la guerra se peleara 500 metros en esa dirección, la Resistencia nunca podría ganar. No podríamos vencer a los israelíes ahí, no en su tierra, junto a sus casas—. Nunca había escuchado a un militante islámico admitir que Israel es de los israelíes. Después habla de cómo en 1982, 50 mil soldados palestinos entrenados y bien armados no pudieron mantener a los israelíes fuera de Beirut durante una semana. Pero según él, menos de mil soldados de Hezbolá pudieron hacerlo durante 34 días en 2006. —Los palestinos no pueden pelear porque no tienen un hogar que defender. Ya habría una Palestina, si no fuera por los palestinos.
A partir de esta declaración, lo presiono para que me diga qué cree que podría detener este ciclo de violencia en el sur. ¿Qué pasaría si los israelíes salen de tierras libanesas, hacen las paces con los palestinos y nunca vuelven a amenazar a Líbano?
—Algunos consideran que la violencia es la forma de solucionar todos los conflictos religiosos, como la liberación de Jerusalén. Pero eso implicaría el fin de la Resistencia.
—Entonces, ¿habría paz? —le pregunto.
Lo piensa un segundo. —Claro—, me responde, sin sonar muy convencido.
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